La idea implícita en este concepto aparente es el siguiente: En la existencia misma de la materia y en su propia naturaleza se halla la obscuridad. Esta es una realidad sumamente alejada y opuesta a la que en verdad debe ser para aquellos cercanos a Dios y que se apegan a Su santidad. El alma misma, aunque en su propia naturaleza es prístina y elevada, al ingresar al cuerpo físico e involucrarse con él, se divorcia de su naturaleza y se ve influenciada e impulsada hacia el elemento opuesto – la materia – el cual la compele en forma poderosa y no podrá desligarse de el a menos que ejerza un fuerza aún superior a aquella.
Y siendo que decretó Dios que esta combinación de alma y cuerpo no se disocie jamás; o sea, que la separación que provoca la muerte es solo temporaria, hasta que se produzca la resurrección con la cual regresa al cuerpo y ambos permanecerán unidos por la eternidad.
Por lo tanto, necesariamente deberá el alma aumentar su capacidad y esforzarse para así, paulatinamente, debilitar el poder de la materia física y hacer que el propio cuerpo se eleve con ella y se alumbre con la luz superior y ya no sea el alma quien deba denigrarse y obscurecerse en el cuerpo como al principio.
Pero el hombre en este mundo se halla en un estado en que la materia predomina. Y siendo que la materia es obscura y sombría, el mismo hombre se halla en una gran penumbra y sumamente alejado de su meta real, apegarse al Señor, Bendito Sea. Y es hacia allí donde debe dirigir sus esfuerzos, en superponer su alma a las inclinaciones físicas y mejorar su condición de manera que paulatinamente se vaya elevando hasta alcanzar el nivel que le corresponde.