Sin embargo, al habituarse a esa cautela hasta limpiar en forma absoluta su mente de los pecados más públicos, y acostumbrarse a sí mismo al servicio en forma ágil y crezca en el amor hacia su Creador y anhelo a Él, la fuerza de su hábito lo alejará de toda cuestión material y apegará su mente a la integridad espiritual hasta que finalmente logrará llegar a la limpieza total, pues apagará el fuego de las pasiones físicas de su corazón al desarrollarse en él, el amor Divino, y entonces quedará su vista clara y diáfana, como lo mencionamos anteriormente, y no se seducirá ni lo alcanzará el afán materialista, y limpiará sus obras totalmente.
Y he aquí, que con esta virtud se regocijaba David diciendo: “Aseo con limpieza mis manos, y rodeare tu altar mi Señor” (Salmos 26).
Pues en verdad, solo quien se purifique de toda huella de pecado o trasgresión es digno de presentarse ante el Rey, Dios. Y de otro modo deberá avergonzarse y humillarse frente a Él, como le dice Ezra, el escriba: “Dios, me avergüenzo y humillo de levantar mi rostro hacia mi Señor” (Ezra 9).